Experiencias de alto vuelo
La primera:
El viaje en helicóptero, micrófono en mano, que me encargó la producción del noticiero local donde estaba haciendo una pasantía mientras estudiaba en la facu de La Plata. Aquella fue la primera oportunidad de probar mis dotes fonético-periodísticas, y de evaluar hasta dónde puede llegar la destreza argumental y el juego de vocabulario de un aficionado que debe hacer un relato en off, cuando en realidad no existe noticia...
La segunda:
El viaje en avioneta en Panamá. Cuando llegamos al Aeroperlas, sede de los vuelos de cabotaje de dicho país, aún no había amanecido. Boleto en mano, nos dirigimos hacia la pista de aterrizaje para subir a la aeronave. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que lo peor no sería partir hacia un cielo de madrugada, sino partir hacia un cielo TORMENTOSO de madrugada en una avioneta que parecía de cartón, donde solo cabíamos 8 personas (encorvadas). A medida que íbamos ganando altura, mi espasmo de risa era cada vez más potente, producto de sentirme mosquito al viento, y del cagazo sin igual que provocaba el ruido de los motores y la hélice, que parecían estar al borde del estallido. Por supuesto, ni hablar de los truenos...
¿Qué atinaría Ud. a hacer en tal situación? Obviamente, investigar la cara de los otros pasajeros (léase, chequear si soy el único gil que está a punto de hacerse pis encima). Por lo pronto, a mi pareja se le fue transformando el rostro hasta asemejarse a quien ha visto un monstruo, temblores incluidos (de la nave y nuestros). “Y bue, si caemos” – pensé – “ojalá que sea en una de las 300 islas que hay debajo, así nos ataja algún indio” (sí, sí, hay una maravillosa historia de viaje compartida con los indios, que quedará para el próximo capítulo).
La tercera:
Transitábamos la mitad de aquel largo viaje en avión. Era de noche y, según mis cálculos, estábamos sobrevolando el Atlántico. Luces de la aeronave apagadas, 90 por ciento de los pasajeros y tripulantes durmiendo. Un temblor repentino nos despertó de un salto. Enseguida se encendió el simbolito que solicita el ajuste del cinturón de seguridad. De inmediato, otro impresionante sacudón fue causa de exclamaciones varias, que no llegaban a representar pánico, pero sí a provocar múltiples y desagradables sensaciones físicas, similares a las que se sienten al transitar la bajada más pronunciada de la montaña rusa: náuseas, taquicardia, electricidad a flor de piel... a las que se sumó una extraña visualización mental de recuerdos (no lo voy a negar..). Fue una de las pocas veces que experimenté MIEDO, sentimiento que se vio acrecentado al ver al pasajero del asiento contiguo aferrándose al rosario, a su mujer y a su hija...
Escuchar al piloto fue tranquilizador: “Hemos atravesado un pozo de aire, que ocasionó un descenso de mil metros en un segundo. La zona de turbulencia ya fue superada...”
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