Conviviendo con los indios kunas
Cuando, aún en el uno a uno, decidimos emprender viaje hacia Panamá, nos preguntaban por qué habíamos elegido aquel destino. Queríamos conocer parte de Centroamérica en plan mochileros y sin un programa preestablecido. Este país resultó ser lo que pretendíamos: impredecible.
La ciudad de Panamá no dice mucho: una costanera, un casco viejo y un centro comercial muy parecido al Once porteño. Pero, desde el principio, decidimos focalizar la atención en descubrir parte de las inexploradas islas que se encuentran a uno y otro lado del continente.
La primera salida de este estilo fue a la isla Taboga o “Isla de las Flores”. A pesar de haber abordado el ferry, no teníamos garantía de conseguir alojamiento, ya que tiene muy pocos habitantes y un solo parador: el Hotel Chú. Sencillo, nada sofisticado y maravilloso a la vez, el hotel estaba construido en madera ya envejecida, de esa que produce eco al caminar, y montado sobre pilares hundidos en la costa. Las habitaciones, con dos camas individuales como único mobiliario, estaban pintadas de verde agua (casi muero al entrar, las paredes de ese color son mi única fobia...) y tenían una enorme ventana vertical con dos persianas de la misma madera vieja que, al abrirlas hacia afuera, invitaban a la suave brisa del mar. El espacio más preciado del tibio refugio era la terraza, cuya estructura se animaba sobre el mar mientras disfrutábamos del desayuno caribeño. Desde allí, cada segundo del alba era una caricia. Aunque parecía que esta escena ya había justificado el viaje, faltaba más.
Nos esperaba un trayecto en avioneta desde el aeropuerto de cabojate Aeroperlas (ciudad de Panamá) hacia el archipiélago San Blas, compuesto por 300 islas, la mayoría vírgenes y algunas otras, habitadas por los indios kunas. Un día antes habíamos reservado una breve estadía en una isla autóctona de dicha comunidad. No me explayaré contando la odisea del viaje en avioneta, porque merecería un blog entero (está resumido en la nota sobre Alto Vuelo recientemente publicada).
El trozo de tierra donde aterrizó la avioneta era una isla vecina a la que nos interesaba, por lo cual debíamos hacer un nuevo traslado interoceánico de una isla a otra. Detalle que jamás tuvimos en cuenta. El anfitrión de la isla de los Kunas, un panameño llamado Alfredo (el único lugareño que hablaba español, ya que los indígenas solo hablan en el lenguaje kuna), nos estaba esperando en una canoa estacionada en el muelle que lindaba a la pista de aterrizaje. La canoa era muy limitada en tamaño y grosor (al menos esa era la impresión que daba), y todo lo que vislumbrábamos a medida que remábamos, era mar. Puro mar. De ese que vemos en las películas, cuando alguien naufraga y no hay nada alrededor. Empezamos a sentir frío; el agua helada ingresaba al bote en cada oleaje, impulsada por un viento de tormenta, y nos balanceábamos hacia un lado y hacia otro. Luego de esta media hora accidentada de viaje, llegamos a destino: una isla superpoblada de chozas, sin un grano de arena disponible, ya que cada choza bajaba entre piedras directamente al mar. En una de ellas nos hospedaríamos, junto con dos turistas chino-panameños que habían venido casualmente con nosotros. Fue un shock descubrir este mundo tan ajeno a nuestra realidad cotidiana, tan alejado de los vicios mundanos, valga la redundancia...
La choza que nos esperaba, de dos pisos, se llamaba Kuna Yala. Era la única preparada para turistas (éramos 4, el máximo aceptable). Nos tocó la planta alta, que constaba de una “habitación” con paredes de caña, techo de paja, piso de cemento sin alisar y lagartijas por doquier. Al salir de la habitación, la vista se resumía en el inmenso océano azul... al que la palabra mar le quedaba chica.
No había sanitarios; sólo una casillita de madera con un inodoro para el turista de paso, cuyo hueco daba directamente al mar. Y, al bajar el sol, la única alternativa era seguir la rutina de la isla: irnos a dormir, ya que no había electricidad. Ya a las 7 pm, todo lo que se escuchaba era la voz de un océano que arrastraba el peculiar sonido del fin del mundo. Fue uno de los momentos mas sublimes que creo haber vivido.
La solidaridad de los miembros de la comunidad indígena era destacable; nos ofrecían “excursiones a las islas vírgenes”. Por supuesto, en canoa. Calculo que tal paseo significaba un entretenimiento para ellos y una aventura para nosotros. Eso sí, debíamos partir temprano, ya que la pequeña isla que divisábamos a lo lejos, en realidad estaba a 2-horas-canoa de distancia. La primera vez que aceptamos esta “salida”, nos dejaron en una mini isla que constaba de apenas cinco palmeras, arenas blancas, agua verde claro, caracoles gigantescos y erizos de mar. Montaron amablemente dos hamacas paraguayas, las ataron a las palmeras, y nos depositaron allí. La sensación de “y ahora qué” que sentí al verlos partir, fue desoladora. Todo lo que dijeron fue: a las 4 los venimos a buscar. Cuando desaparecieron del horizonte, se me cruzaron las ideas mas descabelladas: por qué confiamos en estos tipos? Y si jamás vuelven a buscarnos? Qué hacemos en un lugar como éste, sin agua, sin sombra, sin ropa y sin comida?
Aquella noche, de nuevo en la choza, escuchamos un silbido. Se aproximaba, en canoa, un hombre con una linterna y dos iguanas vivas. Las ofrecía a cambio de algo (nunca supimos cuál fue el trueque). Plena de curiosidad, ingresé a la precaria cocina de las dos mujeres indígenas, quienes las tomaron como si fueran trapos, cuchillo en mano. Ese fue el preciso instante en el que aprendí cómo un pobre bicho se transforma en menú. Al recibir aquel plato de guiso, agradecí ver los diminutos trozos de carne (digamos que, si mi mente se lo proponía, pasaba por pollo...) y no el animal en entera presencia. A decir verdad, en tales circunstancias, el hecho de que realmente no fuera pollo, no le importo demasiado a mi famélico estado estomacal.
Profundicemos en el alucinante tema gastronómico. Los kunas sólo comen pescado, la mayoría de las veces, obtenido del fondo del mar, a pulmón. Sí, sí, a pulmón. Los indios más aptos para tales tareas tienen una capacidad de retención de oxígeno superior a los 4 minutos, según nos explicaba nuestro interlocutor, Alfredo. Este particular sistema de pesca funciona del siguiente modo: van de a dos. Uno de ellos se sumerge varios metros, tantos hasta donde su visión le permita percibir algún animal. Chequea la zona donde se encuentra la presa. Sube a la superficie y le indica a su compañero el lugar exacto donde debe hundirse, para evitar el desperdicio de aire que ocasionaría una nueva búsqueda. Entonces, este último baja directamente hacia el blanco, y lo atrapa con la misma precisión con que uno manotearía una mosca. Este ejercicio le demora no más de 4 minutos, lo necesario para no morir en el intento. La facilidad que tienen para llevarlo a cabo es asombrosa. Así capturan langostas y cangrejos, entre otros.
En cuanto a la provisión de agua, es escasísima. Una de las islas cercanas (a diferencia de la gran mayoría de la zona) tiene vegetación selvática y un pequeño arroyo. Los indígenas trabajaron durante muchos años para culminar la instalación de un angosto caño submarino por donde hoy les llega el agua en cantidades mínimas, de modo que sólo la utilizan para beber. La higiene personal la efectúan con agua de mar; por esa razón, incluso los niños tienen la piel curtida, y los adultos representan más edad de la que tienen. Para dar un ejemplo, una adolescente de 15 anos, a simple vista, parece una mujer de 30...
Algún día continuaré el relato, haciendo referencia a nuestros días posteriores en Bocas de Toro, archipiélago que se encallado del otro lado del continente panameño, cuyas islas tienen paisajes que nada deben envidiar a la polinesia francesa que conozco por fotos.
Ya estoy bostezando, me voy a dormir...
2 Comments:
hola maga.... que bueno encontrarte por acá ya que no nos encontramos en otros lados.
siempre fue una virtud tuya esta de expresarte bien: más escrita que oral.
te veo.
Hola! Gracias por el elogio... está bueno estar en contacto, no?
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