No Excuses

11.4.08

La bella y la bestia

El sesentón de voz fumadora era, sin duda, la nota de color en el submundo nocturno del hotel. Ni la llamativa pareja belga, ni el particular esplendor de "Tamara", ni el hermetismo de los misteriosos bigotudos coleccionistas de musculosas blancas ganaban semejante protagonismo. El cabello blanco y tangueramente engominado de este tano llamado Jorge, conjugado con el pucho y el vaso de whisky on the rocks, conformaban un personaje muy singular.

Nosotros, atentos receptores del confesionario de Jorge, escuchábamos cada noche el relato verborrágico de un hombre arrepentido de sus miserias, quien a expensas de ellas, reconocía no poderlas exorcisar. Con ojos vidriosos recordaba cómo fusilaron a su padre cuando niño, cómo condujo un matrimonio feliz a la bancarrota económica y emocional, como pasó mecánicamente de mujer en mujer, y cómo fue perdiendo vínculo con sus hijos... hasta que se encontró solo. Bañado en dinero, y solo. “Son los vicios”, aseguraba con culpa.

De tanto en tanto, entre palabra y palabra, aparecía su media naranja. Tenía la impronta propia de las mujeres que fueron dulcemente bellas, y que a pesar de la edad, lo siguen siendo. Una belleza de herencia -al estilo Jacqueline Bisset- pero también de esencia. Su mirada era transparente; rasgo que no se compra ni con cirugías ni con disfraces.

Resulta que la historia de amor con la bella dama era reciente. Ella sí había conocido la felicidad, pero la vida se la había arrebatado de un hachazo. Él la definía como el “tesoro” que lo rescató del pasado. Aunque creyera estar convencido de ello, el remordimiento le brotaba de manera tan evidente, que incluso él mismo confesaba no sentirse merecedor de una mujer -y un amor- tan incondicional. Pero no tenía el coraje de soltarla...

Así era “la Chiqui” para él: un hada. Única, intocable. Y así era él, para ella, y para todos: un incorregible. Pues no faltaba oportunidad para que aflorara la bestia. Luego de piropear groseramente a la inglesa que se acercó a pedir un trago (que, a juzgar por su sonrisa, jamás entendió el lenguaje criollo de semejante salvajada), se le escuchó gritar, con el tabaco consumido en la comisura:

“Chiqui !!!!… Chiqui !!!!… traeme un café… dale Chiquiiieeee !!! ”